martes, 21 de octubre de 2014

De nuevo otro capítulo más. Para que lo disfrutes tu...

                                     
                                   
                                                                        CAPÍTULO 6

                       

                                                                11 DE MARZO DE 2001



  

  Caminaba temblando, de nuevo, a la estación. Mis ideas corrían a todo gas por mi cabeza y mi corazón, pese a los nervios, aún palpitaba tranquilo. Los ojos muy brillantes, las manos frías. Estaba aterrado y me temía lo peor.
  Vestía un pantalón negro, un jersey azul de pico, zapatos negros y un abrigo obscuro, de un tono agrisado, que ya comenzaba a sobrarme pues, a pesar de que era invierno, aquella tarde gozábamos de una generosa temperatura.
  Vicky y yo habíamos quedado a las cuatro y media de la tarde, en pleno centro de Barcelona; nada más y nada menos que en el Corte Inglés de Plaza Cataluña. A esa hora el bullicio de gente solía ser agotador. Yo había estado planeando nuestra cita durante toda la semana y había pensado hasta en el más mínimo detalle, para que no faltase de nada en nuestra velada; las entradas de cine, el lugar para cenar…, pero el momento se hizo esperar. Fui a la parada de metro donde habíamos quedado, concretamente en la salida de la Línea 1 (Plaza Cataluña), pero por más que miré a un lado y a otro, no vi a ninguna chica parecida a la descripción que conocía de Vicky. Fue, a partir de ese instante, cuando mi corazón comenzó a desbordarse sin remedio alguno. Y, de repente, sonó mi móvil y eché rápidamente mi mano al bolsillo de mi abrigo, para ver quién me estaba llamando. Era ella, diciéndome que se había equivocado de salida de metro, y pude respirar, tranquilamente, aliviado. Le dije que no se moviese de donde estaba, porque yo mismo iría en su busca. Me esperaba justo enfrente de la puerta del “Hard Rock Café “; al otro extremo de la Plaza Cataluña. Mientras me fui acercando, continuamos hablando por nuestros móviles. Cada vez estábamos más nerviosos, hasta el punto de no saber ni qué decirnos. Lo único que nos preocupaba era, encontrarnos lo antes posible y descubrirnos físicamente, para bien o para mal, pues lo que teníamos muy claro era que no podíamos seguir viviendo, ni un día más, sin vernos.
  
  Por fin nos vimos y colgamos los teléfonos, casi a la vez. Me quedé paralizado sin poder mover ni un solo músculo de mi cuerpo. Me fue muy fácil reconocerla por todas las veces que nos habíamos descrito. Me había contado, por teléfono, que medía más o menos lo mismo que yo; un metro sesenta y ocho centímetros, y que su pelo era de color negro, natural, a la altura de sus hombros, y de piel blanca. Eran los detalles, físicos, que yo más valoraba en una mujer y, felizmente, ella los reunía como a conciencia sin saber que, una gran parte de mí, ya la amaba desde hacía muchos días. Yo amaba lo más imprescindible de ella; todo su interior y lo que significaba para mí. Por esa razón nunca me importó, ni lo más mínimo, su carta de presentación.
  Fueron varios los segundos en los que no supimos cómo reaccionar. Únicamente, nos decidimos a mirarnos de arriba abajo hasta que, por fin, nos rendimos el uno al otro y fuimos acercándonos, lentamente. Para satisfacción mía, pude tener el honor de apreciar a una chica muy linda y quise abarcar tantos detalles, de su físico, que me fue imposible contener alguno. Tampoco, en aquel primer instante, pude ver sus ojos, pues ella llevaba gafas de sol. Le sonreí y Vicky hizo lo propio.

  —Hola —le dije tremendamente nervioso.
  —Hola —me contestó, con mucha suavidad, a la vez que se fue acercando para abrazarme.
 
  Nos dimos un abrazo cortito y dos besos y, mientras la abracé, le dije:
  —Soy Fernando... —y sonreí.
  —¡Ya! —me dijo ella, sonriéndome también.
 
  Y con una leve carcajada, por parte de ambos, fuimos paseando a paso muy lento sin tener nada claro, ni qué hacer ni dónde ir, hasta que yo me atreví a proponerle ir a tomar algo, con la idea de hacer un poco de tiempo hasta que llegase la hora de entrar en el cine. Y, finalmente, elegimos un lugar muy cercano del mismo paseo por donde anduvimos. No puedo evitar reírme cuando recuerdo una frase suya. Fue en aquella tarde y mientras subimos con nuestras bandejas por las escaleras de la cafetería.
  “¡Ji!... ¿Lo tuyo... camarero?  ¡Como que no! “
 
  Porque segundos antes, se me había caído el refresco de la bandeja al suelo y, encima, era lo único que llevaba en ella. Fue gracioso. Os lo prometo.
  Nos acomodamos uno al lado del otro. Vicky vestía un pantalón tejano que, sinceramente, le quedaba de maravilla, un jersey de cuello alto color granate y una cazadora, también, tejana, pero de un tono más oscuro que su pantalón. Me temblaba todo el cuerpo, pero me esforcé para que no se diese cuenta. Comenzamos a hablar, de todo un poco, hasta recordar la forma en la que nos conocimos. Y, de repente, Vicky se quitó las gafas y pude contemplar sus ojos por primera vez. Los tenía de color marrón oscuro, como los míos, pero eso no fue lo primero que percibí de su rostro; fueron sus bellas pestañas, tan bonitas. Y su mirada, que se clavó en mi pecho como si de mil cuchillos se tratasen, me dio todo lo que, desde siempre, había estado esperando en mi vida. Vicky me dedicó una sonrisa, que fue completamente para mí.
  Desde que hablé, accidentalmente, por primera vez con ella, mis sentimientos no habían hecho más que crecer. Llevaba muchos días pensando en aquella mujer, necesitando de su voz, de sus palabras, de su comprensión, de su sonrisa, su simpatía y su dulzura. Y ahora la tenía tan cerca de mí, mirándome, que pude fijarme muy bien en todas y cada una de sus facciones, como siempre, tantas y tantas veces,  imaginé por la calles, camino a casa, después de oír su maravillosa voz. Todavía guardo intacto ese momento en mi memoria. Son esas imágenes que, de vez en cuando, nos interrumpen el pensamiento y, llegan a ser tan reales que, se nos hincha el corazón.
  Recuerdo que me resultaba muy difícil mirarla y disimular mis sentimientos. Tuve que esforzarme mucho para que, ella, no notase lo nervioso que me encontraba. Pero algo parecido le ocurría a ella a quien, afortunadamente, vi muy tranquila pero, apenas nueve horas más tarde, acabó derrotada por las intensas emociones que venía soportando desde primera hora de la mañana de aquel mismo domingo, demostrándome así que, su asombrosa tranquilidad, fue sólo pura apariencia.
 
  Yo le tenía reservadas dos sorpresas. Una creo que ya la sospechaba, porque la tarde anterior habíamos hablado por teléfono cuando, precisamente, le estaba comprando un regalito para ella. Le compré unos pendientes, pequeños, de oro. Aquella tarde se extrañó mucho cuando respondí a su llamada y no tuve más remedio que disimular, diciéndole que había venido a Barcelona a pasear y a comprar unas cosas al Corte Inglés. é "d Rock Caf justo en frente de la puerta del "e yo mismo iramanado  m
  Metí mi mano en el abrigo y saqué la cajita perfectamente envuelta en papel de regalo. Sus ojos temblaron cuando le dije:
 
  —Esto es para ti. ¡Es una tontería! Pero te lo regalo con muchísimo cariño y espero que te guste.

  Vicky abrió el regalo, con mucho cuidado, mientras su carita se fue encendiendo con un brillo especial, cuando por fin vio los pendientes.

  —¡Son muy bonitos! Muchas gracias. ¡Pero no tenías porqué! Te has pasado…Pero muchas gracias. Me gustan mucho.
 
  Mientras me agradecía se me acercó a darme dos besos, sorprendida como estaba por el detalle que tuve con ella.
  Se los probó durante unos minutos y pude admirárselos, puestos, hasta que ella me confesó su increíble facilidad       para enganchárselos. Precisamente, por el miedo que tenía a enganchárselos caprichosamente con su pelo y perderlos, se sacó con mucho cuidado los pendientes y los volvió a guardar en su bolso, aunque no me quedó ninguna duda de que le habían gustado mucho.
 
  Como ya os conté, anteriormente, yo soy músico desde niño y, desde siempre, me ha gustado componer canciones. Pero desde hacía tiempo atrás se me negaba la inspiración, me sentía como bloqueado y mi instinto musical se encontraba dormido.
  Pero Vicky fue capaz de obrar un milagro en mí y, desde aquel 26 de febrero en el que hablé con ella por primera vez, volví a ser capaz de crear al mismo nivel al que estaba acostumbrado.
  Yo trabajaba en un pequeño taller dedicado al metal, en un pueblo cercano al mío; San Clemente. Y pasé muchos días trabajando, soldando piezas en aquellas máquinas, con un único pensamiento; y éste era el de crear mis canciones.
  En aquellas 4 paredes, y en escaso medio año, sembré mucho amor por Vicky; demasiado como para no haceros una especial mención.
  Cuando regresan a mi mente imágenes de aquel lugar, todavía, me parece que vaya a ser posible el que yo pueda volver a disfrutar de todas aquellas charlas, tan entrañables, que manteníamos, y recuerdo nuestros mensajes con una claridad asombrosa. Allí, yo mismo, me sorprendí de la grandeza de mi amor, de mi deseo de verla, de sentirla, y de mi necesidad de saber en todo momento que, ella, estaba bien y que no le ocurría nada malo.
  La amaba tanto, que no pude evitar regalarle mis canciones y, todas ellas, fueron una fuente inagotable de melodías. Lo más divino era, que todas me sonaban a canto de Ángeles. Las compuse desde tan adentro de mí, que recuerdo que me resultaba muy fácil llegar a casa y, con la guitarra en mis manos, darles la forma perfecta a todas aquellas ideas, hasta conseguir que hablasen por sí solas.
  Así compuse mi primera canción para ella; la titulé “EL JURAMENTO”, y pude acabarla justo a tiempo de nuestra primera cita. Se la grabé en una cinta de casete, cantada por mí mismo, junto a otro detalle muy especial; le grabé mi voz, hablándole, contándole todo lo que yo sentía por ella. Le hablé de mis miedos y todos mis sueños y, por supuesto le hablé, de todo lo que viví durante aquellas 2 semanas tan intensas de amar.
 
  De pronto, saqué de mi bolsillo la cinta y se la entregué contándole, por encima, el contenido de la misma, pero preferí que el resto fuese para Vicky una grata sorpresa. Y así fue…Una sorpresa, pero que muy especial.
  Pero más tarde resulté yo ser el sorprendido, cuando de su pequeño bolso sacó un sobre. Me lo entregó con mucha dulzura y, casi de seguida, lo abrí. Dentro habían dos maravillosas fotos de ella; una grande y otra más pequeña de tamaño carnet. La grande, supe que se la había hecho en un fotomatón, porque ella mismo me lo comentó, y estaba ampliada y arreglada con unas letras, de color rojo, que decían: “MIL BESOS PARA TU ANIVERSARIO”. Y añadió diciéndome:

  —Esta foto, pequeña, me la hice ayer mismo, porque las necesitaba, pero ésta, más grande, se la he cogido a mi madre. Se la regalé hace unos meses por su aniversario de boda. Espero que no me diga nada malo cuando se entere, pero es que me encanta cómo salgo de favorecida en ella y, por el momento, me gustaría que la guardases tú.
 
 
  Estas fueron sus palabras. Y yo sentado a su lado, con sus fotos en mis manos, casi ni me atreví a mirarla a los ojos, así que bajé mi mirada hacia las fotografías y advertí de que a pesar de que salía muy bien, en ellas, me gustaba mucho más al natural. Son esas apreciaciones en las que uno se detiene, sin que lleguen a preocupar mínimamente. Y es que, en realidad, fue mi subconsciente quien se encargó de distraerme, momentáneamente, con el fin de que pudiese recuperarme, lo antes posible, del sinóptico efecto que las palabras de Vicky produjeron en mi pequeño corazón.
  Yo valoré mucho ese gesto que ella tuvo conmigo, pues sé que no le resulto fácil desprenderse de aquella foto. Tanto fue así que, desde entonces, siempre la he guardado con muchísimo cuidado. Me encantaba cómo se comportaba conmigo. Vicky siempre me daba todo lo mejor de sí misma y yo siempre era muy respetuoso con ella. Así éramos Vicky y yo.
 
 
  Las horas pasaron demasiado rápido, así que tuvimos que salir, rápidamente, hacia el cine “Lauren” de la Plaza Universidad. Me alegré de haber comprado las entradas unos días antes, pues no tuvimos que perder el tiempo en las colas de acceso a las taquillas. Justo antes de entrar compramos dos botellines de agua y, seguidamente, nos acomodamos, más o menos, por la parte central de la sala.
  La película que decidimos ver se titulaba “El Elegido” y no tardó en comenzar pero, nosotros, no estábamos para comprender aquella película tan obscura y confusa, pues para poder disfrutarla y entenderla, al completo, teníamos que prestar demasiada atención. Yo tenía mis cinco sentidos pendientes de Vicky y, a juzgar por sus comportamientos frente a la pantalla, no dudé de que ella también los tuviera fijos en mí.
  Fueron muchos los momentos en que nos miramos y nos perdimos, tímidamente, el uno en la mirada del otro, mientras nos sorprendimos sonriéndonos. Yo necesitaba sentir su tacto, pero me sentí preso de mi miedo y perdí algo más de media hora pensando en cómo poder tocarla. De vez en cuando, nos acercábamos y nos decíamos alguna palabra al oído; algún comentario de lo poco que nos gustaba la película o alguna tontería, que le soltaba yo, para disimular el miedo aterrador que me manejaba a su antojo. Tanto es así que, simplemente, por sentirme tan cerca de ella y mientras nos susurrábamos al oído, recuerdo que temblé entero.
  Trabajo me costó disponerme a romper el hielo, pero lo logré. Me atreví y puse fin a la inquietante barrera que se empeñaba en separar nuestros cuerpos. Vencí mis miedos y me dispuse a hablarle con el corazón.

  —Vicky —le dije mirándola fijamente. Ella me miró y dijo.
  —¿Sí? —me acerqué un poco más.
  —Hace más de media hora que necesito sentir tu mano,  pero no sé cómo pedírtelo.
 
 
  Ella apenas dijo nada, sonrió, cálidamente, como contenta de que, al fin, me hubiese decidido a dar aquel sencillo paso. Se acomodó bien en su butaca y me concedió mi deseo.
  Comenzamos a jugar al juego de acariciarnos las manos y Vicky me ganó claramente, porque yo me sentí incapaz de moverme. Nada mas notar su pulgar jugueteando con el mío, me quedé patidifuso y, cada una de las veces que continuamos mirándonos, disfruté viéndola sonreír.
  No era un tacto demasiado suave el de su mano, porque Vicky trabajaba en la sección de fruta de uno de los Supermercados de la, conocida, cadena “Supermercados Sol”, de Barcelona. Pero recuerdo que a mí me encantó. Y lo sé porque fui incapaz de comprender ningún detalle de aquella película, y todo mi interés se centró en continuar sintiendo su tacto en mi piel.
  La película llegó a su final, se encendieron las luces y salimos caminando, rápidamente, hacia el restaurante al que yo había pensado llevarla a cenar. Pero como los detalles, planeados, en una cita suelen salir mal, cuando llegamos al lugar en cuestión nos lo encontramos atestado de gente, así que decidimos seguir andando hasta encontrar, juntos, un lugar que nos gustase a los dos.
  El destino quiso que fuese un “Restaurante Bocata” en los que se preparaba comida rápida. Nos cogimos unos bocatas y nos subimos a la 2ª planta del Restaurante, para poder estar tranquilos y hablar, de nosotros, sin que nadie nos molestase. Cuando nos sentamos, el uno al lado del otro, nos fijamos en que tan sólo estábamos acompañados por una pareja, sentada 3 o 4 mesas por detrás nuestra.
  Fue entonces cuando se confirmaron mis temores. Hasta ese mismo día, yo tenía la esperanza de que, justo al verla,  cambiasen mis sentimientos y pasasen a ser más calmados  y más racionales; y juntos reconsiderásemos nuestra situación y todo lo que nos había pasado aquellos días, con la idea puesta en que, después de aquella cita, no nos quedase ninguna duda de que lo mejor era continuar, únicamente, con nuestra bonita amistad. Pero por algo yo me temí lo peor. Allí mientras cenaba a su lado, bromeando sobre la película, comenzamos a contarnos nuestras vidas, incluso viajamos a nuestra infancia y, juntos, volvimos a ser niños… No hicimos más que cuidar el uno del otro.
  Comencé a sentir cómo me despedazaban por dentro y  que todo lo que yo había vivido, hasta aquel entonces, se precipitaba, sin remisión, al vacio de la nada. Todo lo demás cobró una superficialidad aplastante, porque lo único que me importaba lo tenía a mi lado; era Vicky.
  Mientras yo le hablaba, sentía cómo se fijaba en mis gestos, y cómo me reconocía con sus ojos, prestándome una total atención. ¡Así estaba! Que apenas llegué a comerme  la mitad de mi bocadillo. Recuerdo que bromeamos con ese tema, pero yo no tenía ánimos para reírme mucho, porque me preocupaba todo lo que se me venía encima y todo el dolor que podría causarme a mí mismo, y a todos los demás, después de aquella cita.
  ¿Qué pasaría tras aquella noche, en las que todas las expectativas sobre Vicky se desbordaron? Me horrorizaba separarme de ella. No me creía que Vicky pudiese estar sentada a mi lado, pero todo era real. ¿Por qué había tardado tanto tiempo en llegar?... ¿Y ahora qué?
  Éstas fueron algunas de las preguntas que me hice, a mí mismo, y pensé en hacer cualquier cosa menos retroceder.
  Me estremecí sólo con la idea de no volver a verla y me aterró el pensar que ella no estuviese sintiendo lo mismo por mí. Sus ojos, sus labios, su sonrisa y todos sus gestos, me dieron una total confianza y me aportaron una clara prueba de que, ella, también estaba tan a gusto como yo. Pero necesitaba confirmarlo y oírlo de sus propios labios. Cogí su mano y, aguantando su mirada lo más que pude, le dije todo lo que había sentido, junto a ella, durante toda aquella tarde noche, juntos.

  —Vicky me gustaría que me escuchases, me encanta estar así contigo. No puedo dejar de mirarte y no me arrepiento, nada, de haberte conocido, porque estoy viviendo las dos semanas más bellas de mi vida. ¡No veas cómo pasa el tiempo cuando estoy contigo! ¡No me he enterado de la tarde! Y me pongo muy triste con sólo pensarlo pero, de aquí a no mucho, nos tendremos que despedir. ¡Yo necesito verte pronto! Y me gusta mucho como eres. ¡Te veo una chica muy interesante!
 
  Esto último le hizo mucha gracia, así que me obligó, cariñosamente, a enumerarle algunas de las razones por las que yo cavilé aquello. Bromeamos, un ratito más, contándonos lo que nos gustaba a uno del otro y, entre risas y sonrisas, nos fuimos acercando más y más. Necesitaba abrazarla, jamás tuve una sensación tan prioritaria. Era cuestión de ser o ser.

  —Vicky yo estoy muy bien aquí, contigo.
  —Y yo también Fernando —me contestó.

  Yo me había entregado tanto en nuestra conversación, le abrí tanto mi corazón, que mis lágrimas no tardaron en superarme. Vicky alzó su mirada sobre mí y pude notar que sus ojos, también comenzaron a sentir de la misma forma que los míos.

  —Vicky te quiero muchísimo. ¿Te puedo abrazar? —le dije.
 
  Ella no contestó con palabras y, de la forma más natural, me abrazó entregándome, así, mi segundo deseo. Nos quedamos en silencio, sentados, abrazados, con nuestros cuerpos muy juntos, durante al menos media hora. Nuestro silencio tan sólo se vio interrumpido por algún te quiero que nos susurrábamos o alguna leve risa que, en aquel momento, nos sonó entrañable. Prácticamente ni hablamos porque nos lo confesamos todo con el tacto de nuestros brazos; apretándonos fuerte. Ése fue nuestro único lenguaje.
  Me estremecí cuando sus manos apretaron con fuerza mi espalda. Me sentí totalmente colgado y me sorprendió, de nuevo, ese miedo tan grande a perderla.
 
  Confieso que hay fragmentos de mi relato, que me cuesta mucho contaros, porque hay recuerdos que me desbordan. Este momento que os estoy narrando es uno de ellos pero, aun así, intentaré explicaros qué significó para mí aquel abrazo que, Vicky y yo, nos dimos.
  Sentí un sinfín de sensaciones que iluminaron mi Ser. Fue como si sumásemos el abrazar a una madre, a un padre, a una hermana o al mejor amigo, y me horrorizó la idea de apartarme de sus brazos, porque supe que toda mi vida había estado esperando aquel momento. Entonces sentí pureza, humildad, ingenuidad, bondad, pasión, ternura y mucho amor que no supe cómo disimular. Sentí que, a partir de aquel instante, tendría que protegerla y, a su vez, me creí muy protegido por ella.
 
  Estábamos tan extenuados del amor que sentíamos que,  en un ademán de interrumpir levemente nuestro abrazo,  vimos que la sala comedor del restaurante se había llenado por completo. Nos sorprendió ver a toda aquella gente allí. ¿Cómo no nos habíamos dado cuenta antes? ¿Durante tanto tiempo estuvimos abrazados? Pero nosotros continuamos disfrutando, a ciegas, con nuestros ojos cerrados, entregándonos por completo y empeñados en seguir reconociéndonos con nuestro tacto y, también, con nuestras caricias, que comenzaron a surgir con timidez. Todo lo demás apenas nos preocupó; aquella gente nunca estuvo allí. ¡Qué hermoso sentimiento el que sentimos! Tuvo que ser amar. ¡Tan sólo pudo ser amar!...

  —Vicky. ¿Puedes cerrar los ojos? —le pregunté.
  —¿Por qué? —me contestó ella, sonriéndome, pero algo nerviosa.
  —Tendrás que confiar en mí —le contesté con voz firme y ella los cerró.

  Mi luz interior me dio fuerzas y me acerqué un poco más. Mientras, continué acariciándole sus hombros y caí en la cuenta, de que tenía su carita a menos de un palmo de la mía. Vicky con sus ojos cerrados, todavía, estaba más esplendida. Ella me sonreía sin tregua y sus pestañas seguían clavándose, en mí, hiriéndome de muerte. Me moría por besarla y cada minuto que pasaba me era más necesario, lo deseaba de veras, pero tuve que contar hasta tres para atreverme.
  Me acerqué, con mucha suavidad, y besé su frente. Ella soltó unas risas, como no creyéndose nada de lo que le estaba haciendo, pero siguió quieta en su asiento, sin moverse y sin abrir sus ojos, respetando, así, las reglas de mi juego. Y entonces fue cuando me acerqué a sus ojos y los acaricié con mis labios, con una dulzura que, hasta entonces, no había nacido en mí. Vicky apostó por seguir sonriéndome, imaginándose mi rostro muy cerquita del suyo, y no pude resistir más la tentación.
  Apunté a sus labios y me dispuse a besarla, pero abrió sus ojos, justo, en el último suspiro. Vicky, todavía, tardó unos días más en concederme mi tercer deseo.
 
  Ella no me besó aquella tarde, pero en cambio me hizo vivir sensaciones tiernas. Las caricias se sucedieron y nos besamos en las mejillas, disfrutamos de nuestra esencia corporal y jugueteamos por nuestros ávidos cuellos, como si quisiésemos buscar nuestro más apreciado tesoro.
  Sentí una plenitud inigualable. Fue como coronar la cima más alta, la más arriesgada, pero desde donde, seguro, vas  a disfrutar de la vista más sublime y poder comprobar lo insignificantes que podemos llegar a sentirnos, si nos comparamos con todo lo natural e importante de la vida.

  Se acercó la hora de marcharnos, porque Vicky tenía que madrugar al día siguiente; había llegado a su fin su semana de vacaciones. Tan sólo habían pasado varios minutos de las 10 de la noche pero, nosotros, ya marchábamos camino de nuestras casas. A medida que fuimos avanzando por las distintas paradas de metro, nos dimos cuenta que se nos agotaba el tiempo. Ya era irremediable la despedida, pero continuamos conversando, de nosotros, mientras hicimos el transbordo en Plaza España y durante el corto trayecto  hasta su parada; “EL GORNAL”. Los últimos 10 minutos junto a Vicky los pasé con un nudo terrible en mi garganta. Y cuando la vi desaparecer, lentamente, por el andén de su estación, camino de las escaleras mecánicas, me esforcé  por detener mis lágrimas. Justo antes de perderla de vista ella se giró, por última vez, para sonreírme y decirme adiós con su mano.
  Durante el corto trayecto que me esperaba hasta llegar a San Baudilio, me consolé como pude. No fueron más de 7 minutos, pero yo deambulé como un loco por los vagones del tren sin cesar de pensar en su último abrazo, en sus 2 besos de despedida y en lo que me dijo justo antes de bajarse del tren:
  “Fernando llámame cuando llegues a casa, por favor. Y hablamos aunque sea un ratito”.

  
  Comenzó a hacer frio y a caer una lluvia tan fina, que apenas creí mojarme, cuando en realidad me empapé hasta los huesos. Necesitaba escucharla y averiguar qué pensaba de mí, después de todo lo que habíamos experimentado aquel domingo. Me sentí como si me hubiesen preparado una encerrona, como entre dos tierras, pero no dudé en querer seguir estando allí.
  Me horrorizaba la idea de dejar mi relación con mi novia María Jesús, pero me era mucho más imposible decir “No” a aquel amor que sentía por ella pues encendía mi alma y explotaba mis 5 sentidos, sacando lo mejor de mí.
  Llamé a Vicky, en cuanto pude, y lo hice desde una cabina muy cercana a mi casa. Por aquel entonces yo vivía en el barrio Marianao, junto a mi madre. Tras la muerte de mi padre los dos vivíamos solos en el que, desde muy niño, había sido mi hogar.
  Marqué el número de Vicky y me contestó muy contenta. Nada más oír su voz, ardí de deseos de vaciarme allí mismo y de confesarle lo mucho que ya la echaba de menos. Así que le dije que la amaba y que era la primera vez que sentía algo tan importante. Y comencé a sollozar, como un niño, porque me vi perdido. Supe que, pasase lo que pasase, me tocaría sufrir. Vicky no soportó oírme llorar, así que cortó mi llanto con sus palabras. Me sonaron muy ingenuas. Como una bendición.

  —Te quiero mucho Fernando. Vete a casa y tú tranquilo, después, más tarde, te llamo yo —me contestó.

  Intentó consolarme como pudo, pero ella tampoco se encontraba entera y le faltó muy poco para desmoronarse. Lo noté, en su voz, antes de colgar el teléfono. Aun así no nos faltaron fuerzas para despedirnos con nuestras frases mágicas:

  —Un beso muy grande, y hasta dentro de un rato, “mi chiquitina”.
  —Otro para ti “mi nene bonito” —me contestó ella.

  El hablar con Vicky me tranquilizó pero, como ya os he contado antes, ella y yo nunca estábamos a la par y más tarde fui yo quien la tuvo que consolar.
  Sucedió cuando yo, todavía, estaba cenando. Me llamó, más o menos, sobre las 23.30 horas. Ella ya había escuchado el casete que le grabé y me quedé sin palabras, cuando  la oí llorar rota en mil pedazos.

  —Fernando. Te quiero mucho. Te Amo…No sé qué me pasa. Yo necesito estar contigo y tú no puedes…Y estoy mal…Quiero salir contigo y ser tu novia.

  Vicky casi no podía ni hablar y, entre lágrimas y sollozos, fue vaciando todo lo que había reprimido, en su interior, durante toda la tarde que habíamos pasado juntos; mientras estuvimos en el cine, mientras nos abrazamos o cuando ni nos atrevíamos a mirarnos, fijamente, a los ojos, por miedo a delatarnos nuestro amor. Pero me habló, y de todo corazón.

  —Nunca me han hablado como tú lo has hecho en la cinta. Ha sido un regalo precioso. Te quiero mucho Fernando. No me hagas daño por favor —así de especiales fueron sus palabras.

  Nunca, hasta aquella misma noche, la había oído hablar tan emocionada. Tanto, que me costó entender sus palabras  pero, en cambio, sí capté a la perfección su necesidad de amarme y de ser amada por mí, porque sus sentimientos vieron la luz  por otra vía muy distinta; mucho más directa que su propia voz. Los dos utilizamos la vía del corazón.
  No daba crédito a lo que oía. La amaba tanto que cuidé al máximo mis palabras, para no caer en el error de precipitar acontecimientos que debían de continuar, por sí solos, su curso natural. Confiaba en que surgirían, espontáneamente, porque lo mío con Vicky jamás fue un amor de esos que uno desea explotar lo antes posible, como si se tuviese la certeza de que, tarde o temprano, el tiempo se va a encargar de destruir. Mi amor por Vicky siempre fue sembrado con sumo cuidado, desde el primer momento en que apareció en mi vida, pues nunca contemplé la idea de darle mi espalda  y caer en el error, de no luchar por aquel sentimiento tan grande e irrepetible.
  Como lo que deseaba era avanzar, junto a ella, con paso firme y sin miedos que pudiesen arruinar nuestra vida en común, me sentí obligado a pedirle algo de tiempo. Para mí también fue muy doloroso, porque enloquecía de ganas de estar entre sus brazos.

  —Vicky no llores por favor. ¡Y escúchame bien! Te amo muchísimo y quiero estar contigo. Yo siempre siento que quiero estar contigo, pero tengo que seguir conociéndote. ¡Quiero verte pronto cielo! Pero quiero pedirte un poco de tiempo, porque llevo ocho años con mi novia y necesito pensar en todo lo que nos está ocurriendo, antes de tomar una decisión importante. Pero todo lo que te dije la noche de carnaval, cuando me marchaba a Zaragoza… ¡Es cierto! La promesa que te hice. ¿Recuerdas? No me imagino la vida sin lo que sentimos los dos, sin tenerte. Te amo. Por favor, solo te pido un poquito de tiempo. Estoy seguro que no te arrepentirás.
    
  Pero Vicky continuó llorando y, mientras, me contó que cuando escuchaba el casete me imaginaba a mí, en mi habitación, grabándoselo, hablándole bajito y acurrucado entre  mis sabanas.
 
 
  —Necesito verte pronto —le dije yo.
  —Y yo también.
  —¿Mañana mismo? —le pregunté.
  —Sí sí. ¡Ah no! Mañana no puedo —me dijo.
  —¿Y el martes? —le volví a preguntar.
  —Sí sí. El martes me va bien, porque trabajo por la tarde.

  Quedamos en vernos dos días después. No pudimos seguir hablando por mucho más tiempo, porque Vicky me había llamado desde su teléfono de casa. Nos fuimos despidiendo pero, antes, quedamos para llamarnos al día siguiente. A pesar de nuestra tristeza, colgamos nuestros teléfonos muy esperanzados, totalmente, borrachos de pasión y con una sola meta; alcanzar el martes lo antes posible.
  Pero lo nuestro era un amor de verdad y, aquella noche, necesitábamos tanto saber el uno del otro que tuvimos que seguir comunicándonos; pero esta vez a través de nuestros móviles. Nos cruzamos mensajes durante, al menos, una hora, y nuestra necesidad de amarnos superó todas las expectativas. Llegué a estremecerme al leer algunos de sus desgarradores mensajes. Éstos han sido, desde entonces,  los mensajes más añorados y queridos por mí. Significaron tanto, que no he sido capaz de borrarlos de la memoria de mi móvil.
 
  12-03-2001     00:53 h.
  —Te quiero más que a mi vida. Fernando quiero morirme a tu lado. No me hagas daño por favor, porque vivir sin ti no tiene sentido. Te amo y quiero estar contigo toda mi vida. Te lo juro.
 

  12-03-2001     01:17 h.

  —Piénsalo muy bien.  Yo te prometo que te amaré como nunca te han amado. Fernando quiero salir contigo, ser tu novia. Dame una oportunidad para demostrártelo. No te arrepentirás.
 
 
  Os he reproducido, sobre este papel, dos de aquellos mensajes tal y como ella me los escribió y aparecieron en la pantalla de mi móvil, porque he querido contagiaros, al máximo, de la magia que aquella noche vivimos con nuestras palabras.

  Así fueron. Así nos amábamos.


lunes, 20 de octubre de 2014

Aquí os dejo un nuevo capítulo de Mi novela. Espero lo disfruteis.

                             
                                                                               CAPÍTULO 13



                                                                        LAS TRES MANZANAS




  —¿Perdona?
  —¿Sí?
  —¿Sabe si trabaja aquí una chica que se llama Virginia?
  —¡No que va! Aquí no.
  —Bueno, ése es su nombre de pila pero, casi todos, la conocen como Vicky.
  —¡Pues no, tampoco me suena! Esa chica no trabaja aquí —me contestó.
  —Vale gracias. Muchas gracias —le contesté.

  Y salí, en tropel, por la puerta del supermercado, y sin mirar atrás, pues intuí que las dos dependientas continuaban mirándome. Les debió de sorprender mi mirada a la deriva, expectante y luchadora, atrevida y desafiante, con la que entré, y sin entretenerme a mirar ninguna estantería, en dirección a la sección de fruta. Pero la desconfianza con la que me miraron, nada más verme entrar tan decidido en  dirección hacia ellas, se esfumó en el momento en el que abrí mi boca y pronuncié su nombre…
  Sus instintos de mujer les debieron de tranquilizar porque, seguramente, ellas notaron mi necesidad de auxilio. Mi, impulsiva, inquietud, pasó de intimidarlas a conmoverlas  y se quedaron quietas, sonriéndome; sonriéndoles al amor.
  El mío era un amor en estado puro, con el que recorrí las calles, perdido, casi sin probabilidades de encontrarme con mi chiquitina. Probablemente la expresión de mi cara debió de enternecerse tanto, allí de pie delante del mostrador, preguntando por una chica de la cuál demostré saber muy poco, pues ni siquiera tenía claro dónde trabajaba, que ellas se rindieron ante mi inocente pregunta y disfrutaron, con sus risas, de mi ingenuidad y mi buen fondo.

  Aquél fue el sexto supermercado en el que entré, durante las dos horas que pasé caminando, por la zona del Tibidabo de Barcelona. Éste era el único dato del que disponía, y con el que me lancé a la difícil aventura de buscar a Vicky. Ella me contó que trabajaba en la sección de fruta de un supermercado de la cadena “Super Sol”, de la zona de San Gervasio. Averigüe que esa zona estaba muy próxima al Tibidabo pero, como no tuve clara su situación en el mapa ni la parada de metro más cercana, aposté por subir por la calle Balmes, desde Plaza Cataluña, sin cesar de preguntar a todas las personas con las que me crucé, si conocían un supermercado con ese nombre. ¡La verdad es que no me imaginé que hubiese tantos! Fui acelerando el paso pues, como mi turno de trabajo comenzaba a las 2 de la tarde, no disponía de mucho tiempo. Decidí entrar y preguntar, por ella, en todos los supermercados, de la misma cadena, que me encontrase por el camino.
  Apenas hacía un mes que conocía a aquella chica, pero la intensidad de nuestros sentimientos y nuestra dependencia, del uno por el otro, ascendían en progresión geométrica. Nuestra gráfica lineal, imaginaria, ascendió tan deprisa que, nosotros, fuimos los primeros sorprendidos.

  Me temblaban las piernas y un cosquilleo en mi estómago, me acompañó durante toda aquella mañana. Desde que salí de Zaragoza, a eso de las 5 de la madrugada y recién iniciada mi bella búsqueda, apagué mi móvil pues decidí quedarme incomunicado con el resto del mundo. Temía que, justo en el clímax de mi sorpresa a Vicky, me llamase mi novia María Jesús e inconscientemente arruinase todo mi plan, al completo.
  Todavía, conservaba el suave tacto de sus labios en los míos, la importante generosidad de nuestros abrazos y la noble ternura de nuestras caricias; huellas imborrables en el tiempo, por más que nos castiguen los años. Y me enorgullecía el delirio personal, con el que nos cuidábamos, y toda aquella atención que nos dedicábamos cuando hablábamos como si, en cada una de nuestras palabras, la vida nos obsequiase con una nueva oportunidad de volver a vivir y sentir.
  Hacía13 días que no veía a Vicky. Curiosamente, la última vez fue en martes y trece. Por aquellos días noté a Vicky extraña, algo confusa y muy triste con el hecho de que yo continuase mi relación con mi novia María Jesús. Yo la amaba más que a mi propia vida, pero me costaba salir de aquel peliagudo laberinto, en el que continuaba solo porque nadie conocía mi historia.

  Apenas habían pasado unas horas desde que mi autocar, procedente de Zaragoza, pisó el andén de llegada en la estación de Sants (Barcelona). Mi novia y yo habíamos decidido estar juntos aquel fin de semana, porque se casaban unos primos suyos; José María y Rosa. Muy a mi pesar reconozco que fue una muy inoportuna celebración, pues llegó en el peor momento posible. Yo no tenía ánimos para nada así que, aquella madrugada de lunes, salí de su casa bastante antes de la hora a la que estaba acostumbrada mi novia a verme marchar.
  Ya no podía más. Había estado planeando mi sorpresa durante todo aquel largo fin de semana. Deseaba que Vicky supiese que ella era lo único que en verdad me importaba. Por eso a pesar de mi caminata y de mi cansancio, pues en aquella misma noche anterior apenas había podido conciliar el sueño, “abolí” la estúpida posibilidad de retroceder en mi búsqueda. Me encontraba tan lleno de amor, que no dejé dentro de mí ni un rinconcito para el agotamiento.
  Mi intención era sorprenderla en el trabajo; verla sin más. Me conformaba con unos minutos de su presencia y con que, ella, valorase mi esfuerzo por haber llegado hasta allí. Perseguía el que, a ella, no le quedase ninguna duda de que la amaba.
  Alcé mi mirada y comprobé que la estación de “El Putxet” estaba próxima. Recordé que una pareja de ancianos, con los que me crucé y paré para preguntarles, me habían dicho que el mismo paseo de San Gervasio estaba cerca de allí, por lo que mi corazón comenzó a cobrarse más y más protagonismo; latiendo peligrosamente.
  Volví a entrar en un supermercado más, donde llegué a describirla físicamente, pero no hubo suerte. Una fuerza, extraña en mí, me animó a continuar batallando. Vicky no podía estar muy lejos, después de haber entrado en tantos supermercados a lo largo de toda la mañana. Hasta me planteé el no presentarme, aquella tarde, en mi trabajo, para así dedicar más tiempo a mi búsqueda.
  A duras penas contaba con fuerzas para cargar con mi bolsa de viaje, que llevaba cargada en mi hombro derecho, con algo de ropa y alguna que otra de mis pertenencias. Necesitaba sentarme, aunque fuese, unos minutos, pero no lo hice y aguanté igual de luchador que siempre.
  Me tragué mis nervios, cada una de las veces que entré en un supermercado distinto, porque cualquiera de ellos podía ser el suyo. Y, por esa razón, descargaba toda mi adrenalina y elevaba al máximo mi atención cuando, efímeramente, presentía su presencia, para luego caer decepcionado.
  Sabía que me podía encontrar con Vicky de la forma más inesperada, seguramente acompañada, pero estaba seguro de que la reconocería nada más verla, por mucho que pudiese cambiar su aspecto en horas de trabajo, porque yo la llevaba calcada en mi pensamiento, de por vida.
  ¿Cuál sería su reacción? Me horrorizaba la idea de que Virginia se enfadase conmigo al verme allí en su trabajo. Hoy, por hoy, me sigue sorprendiendo la valentía con la que salí a buscarla y no entiendo cómo no me vine abajo, alguna de las veces que pronuncié su nombre con tal de averiguar si, por fin, la había encontrado.

  Subí por Pasaje de San Gervasio; una calle muy estrecha  y sin apenas comercios de ningún tipo. Volví a preguntar y, entonces, me dijeron que el final de aquella calle, comunicaba con el paseo de San Gervasio y que, justo allí mismo, a unos 100 metros a mano izquierda, había un Supermercado Sol bastante grande. Ésta era mi última esperanza. Subí a paso ligero, mirándome reflejado en los espejos de los coches y cristales de los escasos comercios, con los que me fui cruzando, con tal de retocar mi imagen lo más que pude.
  Me vestí con un pantalón tejano y un jersey gris de pico, zapatos negros, como de costumbre, y el mismo abrigo de nuestras primeras citas. El único detalle en mí distinto a lo que ella había conocido; mi pelo. Decidí cortármelo aquel mismo viernes anterior, exactamente, a la misma medida a la que estaba acostumbrado, pero como ella nunca me lo había visto tan corto, temí no agradarle.
 
  Todo sucedió muy rápido. Entré muy decidido, como en mis anteriores intentos frustrados, y hasta parecí contagiar seguridad y tranquilidad. Nada más cruzar el umbral de la puerta corredera de la entrada supe, con toda certeza, que Virginia se encontraba allí. Son esas percepciones que, primeramente, te abofetean la mente, para luego mostrarte la verdad, a modo de espejismo, unos instantes antes de que suceda lo esperado.
  “Le vi las orejas al lobo”, pero no supe ni quise echarme atrás. No me hizo falta preguntar por Vicky a ninguna otra dependienta, sino que avancé, con decisión, hasta la fruta y allí la encontré.
   
  Mágico momento y dulce sueño el que yo persigo desde entonces. Fue una imagen irrepetible la que disfruté durante minutos. Un cuadro triunfal lleno de luz y salpicado de esperanza. Imagen única, entrañable, imposible de olvidar y muy difícil de narrárosla; por la que valdría la pena luchar todos mis restantes días.
  Siendo consciente que mi chiquitina me podía descubrir en cualquier momento, permanecí allí de pie y sin saber cómo intervenir. Me quedé en posición de fuera de juego y, sólo, se me ocurrió esconderme entre las estanterías del pasillo central, repletas de cajas rellenas de fruta variada.  Me pareció un crimen romper aquel momento y retrasé, a conciencia, mi deseo de hablar con ella.
  Desde allí, escondido entre las cajas, pude admirar su perfil derecho y, a ratos, cuando se giraba de frente y miraba, perdidamente, en dirección a las cajas donde me ocultaba yo, me hechizaba con su mirada. Virginia vestía una camisa blanca, escasamente abotonada, muy típica en los comercios de alimentación. Debajo llevaba un jersey marrón de cuello no muy alto y un pantalón ancho, también blanco. Ella utilizaba un calzado fresco, del mismo color, aparentemente cómodos y abiertos por la parte de atrás, dejando así sus tobillos visibles del todo. Llevaba su pelo semirecogido, recuerdo que bastante más desordenado y con más volumen que la primera vez que nos vimos; pues aquel día se lo alisó con la idea de agradarme lo más que pudo. Y por último sus pestañas. ¡Ay sus pestañas!
  Menudo embrujo irresistible. Su mirada tan penetrante, sus labios sugerentes y juguetones, y su sonrisa tan caprichosa e interesante como siempre. Llevaba su carita pintada a la perfección, detalle éste que no me molestó. Pues aunque Vicky me gustaba mucho más al natural, sin maquillar, el detalle de que se arreglase tanto a la hora de trabajar decía mucho de ella, teniendo en cuenta que trabajaba de cara al público. Valoré mucho su intención de agradar, físicamente, cualidad muy propia de una gran mujer como lo era Virginia.
 
  La vi trabajar, de pie, mientras pesaba la fruta en una báscula electrónica que después, ella misma, introducía en unas bolsitas de plástico, para luego colocarlas en cajas de madera. Movía sus manos pausadamente, pero entregada a su trabajo, muy sonriente, disfrutando de su trabajo y muy convencida de sus dotes y su valía. Estaba guapísima.
  Cómo expresar lo que sentí allí, camuflado, temeroso de enfrentarme a mis propios miedos. Tuve la suerte de que, gracias a que en un principio Vicky no supo de mi presencia, pude conocer esa parte que ella se empeñaba en esconderme cuando yo existía en su mundo. Podría llegar a escribir una novela entera describiendo, únicamente, todas aquellas sensaciones y sentimientos que despertó aquella chiquilla en mí, durante aquellos escasos 5 minutos. Me entusiasmé, me emocioné y me creí muy orgulloso de haber llegado hasta allí. Me costó controlarme y, para hacerlo, tuve que pedirle ayuda a “Él”. Le rogué… “DIOS CÓMO LA AMO”. Sentí que la amaba demasiado y me quedó muy clara mi decisión, de luchar por ella hasta el final.
 
  Comencé a tener miedo a una posible mala reacción de Vicky, por eso pensé en acercarme a ella de la forma más ingeniosa. Me deslicé por el pasillo, resguardándome lo más que pude de su visión, mientras cogí una de las bolsitas, pequeñas, que los clientes utilizaban para servirse la fruta. Me dirigí a la caja que más me llamó la atención e introduje con muchísimo tacto en la bolsa, con tal de no delatar mi presencia, tres manzanas verdes, grandes y hermosas. Aproveché la circunstancia de que Virginia no estaba atendiendo, en ese instante, a ningún cliente, para acercarme, valientemente, por detrás. Me coloqué a unos escasos 15 centímetros de su cuerpo por lo que, sin ella saberlo, volvió a complacerme con su aroma. Levanté mi brazo derecho, con la bolsita y mis tres manzanas, y se la acerqué muy cerquita de su cara. Susurrándole al oído le dije:
  “¿Me pesas las manzanas por favor?”
 
  Ella, tras reconocer mi voz, se giró avivadamente y rozó, inconscientemente, mi cuerpo. Me devoró con su sonrisa, y su mirada de sorpresa me habló por sí sola.
 
  —¿Pero qué haces aquí? ¿Cómo has venido? ¿Cómo has sabido dónde trabajaba? —nuestros verdaderos nervios derrotaron a nuestros deseos de demostrarnos el amor, así que sólo nos saludamos con 2 besos.
  —¡Pues nada, que pasaba por aquí y he pensado en comprarme unas manzanas! Entonces he recordado que tú trabajabas en un supermercado como éste y he pensado… ¿Mira que si me encuentro a Vicky?
  —¡Sí ya! ¡No cuela! —me contestó riéndose muchísimo. No sólo no le molestó mi sorpresa, sino que la disfrutó al máximo. A Vicky le encantó mi detalle.
  —La verdad es que quería darte una sorpresa y te he buscado, expresamente, para verte aunque sólo fuesen unos minutos.
  —¿Qué tal te ha ido el fin de semana?  —me preguntó.
  —Bien, pero no he hecho más que pensar en ti. Necesitaba verte. ¿Y tú? ¿Cómo estás?
  —Bien, yo estoy bien —y de nuevo una tierna carcajada suya—. ¡Estás como una cabra, pero me ha hecho mucha ilusión verte!

  Miró mi bolsita y, con cara de incredulidad, me preguntó:

  —¿De verdad que vas a comprar las manzanas?

  No recuerdo haber escuchado una pregunta, de sus labios, tan encantadora como lo fue, para mí, aquella. Ni en mis mejores sueños, con ella, imaginé una escena tan divertida.

  —Pues claro que sí. Pésamelas que me las llevo ahora mismo —y  volvió a reír.

  Temí incomodarla por eso, muy a mi pesar, me acomodé mi bolsa de viaje a mi espalda y me llevé las 3 manzanas, mientras me despedí de ella entre risas y con dos besos.
 
  —Luego te llamo yo —le dije.
  —Vale. Cuando quieras.

  Pasé por caja muy satisfecho de mi siembra por aquel día. Amándola plenamente. Mi cuerpo temblaba. Demasiadas emociones para una sola mañana.
  Antes de volver a escucharnos, por teléfono, estuvimos mandándonos mensajes y yo respondí a uno de los suyos, con otras de mis ocurrencias:
  “Vicky te prometo que nunca me habían sabido tan bien unas manzanas. Estaban deliciosas”.

  Y no le mentí. Jamás probé un bocado tan exquisito.

                                            

                                                 Dedicado a mi chiquitina.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

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Qué hay de cierto cuando se dice que el destino está escrito. Existen en verdad los Ángeles de la Guarda. Cuando el amor y la Fe caminan juntos de la mano, no existen los imposibles... El amor siempre vence.


martes, 27 de noviembre de 2012


  Bueno. Aquí tenéis un buen capítulo de mi novela. Espero os guste. Es corto pero intenso. Podréis dejar vuestras opiniones. Más adelante prometo dejaros alguna que otra pincelada. Me alegro de que estéis cerca.



                                              
                                                                                           6.-





  22:45 h. Paré mi coche en línea amarilla, justo en frente  de donde la noche anterior se me había averiado. Al final no fue para tanto y, gracias a que me encontré con mi compañero de trabajo, conseguimos remolcarlo hasta un lugar seguro y a la mañana siguiente mi cuñado pudo echarle un vistazo. Él me dio la esperada noticia de que, solamente, se le había quedado pillada la tapa del termostato.
  Pocas noches recuerdo haber estado más nervioso que en aquella. Había llegado la hora de pedirle salir a Vicky y, aunque ya sabía su respuesta, me resultaba infinitamente primordial sembrar con cariño aquel momento en el tiempo y en nuestros corazones; sobre todo en el de mi Vicky.
  Necesitaba que ella notase mi tranquilidad y, para ello, tenía que conseguir no titubear y pronunciar mis palabras sin miedo. Me urgía descargar parte de mi adrenalina así que, para tal fin, salí del coche y crucé la carretera con rapidez y, en el primer bar con el que me topé, compré tres latas de cerveza con las que volví de nuevo a mi coche.
  Era viernes y pude ver a parejas de la mano, caminando para subirse al autobús, nocturno, que salía en dirección a Barcelona. El ajetreo de los coches era bestial. Todo el mundo de un lugar para otro, buscando evadirse de los problemas y preocupaciones, diarios, buscando una salida al agobio semanal; en definitiva, intentando hallar un poco de calor. Entonces acudió a mi mente, como en forma de un fogonazo, una de las frases de Mi Ángel.
             
  “Tendrás que hacer cosas que no te gustarán”.
  Cogí la bolsa, la coloqué entre mis piernas y abrí, una  a una, las latas de cerveza, bebiéndome, casi sin respirar, cada una de ellas. Al vaciar la última, tuve que retrasar unos minutos mi llamada, para así sobreponerme a mi repentino y momentáneo estado de embriaguez, pero al menos creí calmarme y, por unos segundos, hasta me sentí triunfal.
  Ring…
  
  —¿Vicky?
  —Sí, soy yo. ¿Qué tal?
  —Pues mira, hoy he llegado pronto de trabajar. Estoy por mi pueblo. ¿Y tú?
  —Pues también en casa. Mis padres han salido y ya hace tiempo que tendrían que haber vuelto. ¡Nunca salen, pero cuando lo hacen se desmelenan!
  —Bueno, no te preocupes. Ya verás cómo no tienen por qué tardar mucho más. ¿Y tú vas a salir?
  —¡No que va! Si mañana trabajo —me contestó.

  Respiré hondo y me llené de valor. Todavía, hoy, sigo pensando que fui muy valiente.
 
  —Hoy tengo que hablarte de algo y me gustaría que me escuchases con mucha atención. Es muy importante para los dos.
  —¡A ver dime! —me contestó con un tono temeroso, presintiendo lo que estaba a punto de suceder.
  —Tú ya sabes lo que hemos vivido estos últimos meses y, también, que sentiste algo muy fuerte por mí. Yo creo que sigues sintiendo lo mismo y, estoy del todo seguro, que no es tan sólo amistad. Creo que lo único que te hace falta  para que te des cuenta, es volver a verme y darte a ti misma esa oportunidad de saberlo. Yo te quiero muchísimo y creo que tú y yo nos lo merecemos. Me gustaría, al menos, que lo intentásemos. Vicky QUIERO SALIR CONTIGO.

 
  Cerré mis ojos aliviado, porque fui capaz de plantarle mis sentimientos y mi intención de ser alguien más importante en su vida. Tuve tan clara su respuesta que mientras esperé su contestación, que por cierto se retrasó más de lo que yo esperaba, fui pensando en las tres preguntas que Mi Ángel me sugirió el día anterior.
   
  —Tú ya sabes mi respuesta —me contestó ella. Reaccioné con tal indiferencia que, a Vicky seguramente, le debió de sorprender. Y más, aún, la rapidez con la que enlacé las preguntas de mi, cariñoso, monólogo, preparado por Loly.
  —Aun así me gustaría preguntarte algo.
  —¡Sí claro dime!
  —¿Te gusta hablar conmigo? —le pregunté.
  —Sí, claro, ya lo sabes. Somos amigos y yo te aprecio un montón. Claro que me gusta hablar contigo, pero sólo como amigos.
  —A mí también Vicky… ¿Entonces quieres que sigamos hablando como lo venimos haciendo hasta ahora? ¿Puedo seguir llamándote?
  —Sí claro. Si quieres puedes llamarme.
  —¿Te importa si te vuelvo a pedir salir más adelante? ¿Te enfadarías conmigo? —ella se rió, pues apenas se creía lo que le estaba preguntando.
  —¡Hombre no sé! No me enfadaré, pero si me lo pides muy a menudo pues entonces te diré… ¿Qué pasa?...

  Nuestra charla no duró mucho más tiempo. Después de que yo la interrogase con la última de mis tres preguntas, Virginia continuó hablándome con un tono más o menos normal, sin pensar demasiado en lo que había ocurrido; quizás para no hacérmelo pasar demasiado mal. Nos despedimos con un:

  —Hasta mañana Vicky.
  —Hasta mañana Fernando —me gustó oírle pronunciar  mi nombre, por última vez, antes de escuchar mi propio silencio.
 
 
  Cuando giré la llave del contacto del coche, me tembló todo el cuerpo. A duras penas mi pierna izquierda contó con fuerzas para lograr apretar el embrague, con garantías de conseguir una conducción más o menos suave; sin tirones ni acelerones.
  Me sentí muy orgulloso de mi valentía y de todo lo que hice por mi lucha en aquel día, pero allí al volante me desesperé pues pisé tierra y me di cuenta de lo complejo que podría llegar a ser todo. Mis nervios afloraron en mí y mi cuello se tornó rígido, moviéndose de un lado para otro, para delante y para detrás, como obedeciendo a su propia voluntad; ante los ojos de los demás, un leve y casi imperceptible “tic” nervioso.
  Me quedé sin saldo por lo que, para volver a llamar a Mi Ángel, tuve que parar mi coche cerca de una cabina de teléfono, del centro de San Baudilio. También, en aquella zona, sufrí el mismo bullicio ensordecedor. Las calles estaban a tope de gente, música reventando los altavoces de los coches que pasaban por mi lado, gritos de chicas cantando con alguna copa de más y en plena rebeldía contra su inmadurez, y luces que provenían de los balcones y habitaciones, de donde también me llegaba el entusiasmo de jóvenes deseosos de comerse el mundo, aquella misma noche.
  Mientras marqué el número de Loly me lamenté de que fuese el mundo, quien se empeñase en comerme a mí. Mi cara era todo un poema, pero de los más tristes y desesperantes; de los que al leerlos se pierde toda la ilusión por el arte. Muy parecida a la cara de un niño, en una navidad, desoladora, sin sus juguetes.
  Aunque Mi Ángel sólo estaba al otro lado del auricular, percibió la caída de mi luz. El progresivo derrumbe de mis facciones, de mis gestos, y el hinchazón de mis ojos tras explosionar llorando nada más escuchar su voz… Me preparé para lo peor, pero no fue así…
  Ring…
 
  —¿Sí?
  —Hola Loly. Ha sido horrible.
  —Tranquilo, desahógate y llora conmigo. Cuéntame qué te ha dicho —me contestó.
  Me expresé como pude, teniendo en cuenta que mis sollozos se escuchaban a un ritmo y un volumen muy descompensados, en relación con mi voz, pero ella supo perfectamente cómo me encontraba.

  —Bueno, ya sabíamos que eso iba a pasar. No te tienes que poner así —me dijo.
  —Pero Loly me ha dolido, mucho, cuando me ha dicho  que sólo siente amistad por mí.
  —Y las veces que te queda por oír eso de ella. Hoy era muy necesario que se lo pidieses. Escúchame bien. Las palabras se las lleva el viento. ¡Recuérdalo siempre!